miércoles, 16 de septiembre de 2009

Un cuento

Era la tarde de no recuerdo bien que día, pero como todas, el regreso a casa no se parecía a nada por ser un momento especial –y digo especial- porque eran verdaderas travesías, nos sentíamos libre con derecho, y así; recorríamos nuestras callecitas, orgullosos y felices por la confianza que nuestros padres nos profesaban.
Había transcurrido más de medio año, terminaba Septiembre y con él, se acercaba el verano. Las tardes llegaban recargadas de sol, con jardineras hinchadas de flores recreando la vista y casas inundadas de colores.
Nosotros, ni bien cruzábamos la esquina del colegio, dejábamos de ser esas blancas palomitas, para convertirnos en inquietas banderolas de guardapolvos colgados por doquier y revoleándolos como pañuelos a punto de estallar, corríamos en puñados detrás de algún nuevo descubrimiento que esperaba por nosotros.
Así transcurrían en aquellos años, nuestros días.
Yo tenía doce años, la misma edad que Esperanza y Martín; Juan era dos años mayor y su hermana Liz, acababa de cumplir los diez.
Varios días atrás habíamos descubierto una extraña pared, más exactamente, la mancha sobre ella que pasaba de negro violento a blanco, luego a violáceo y otras veces la encontrábamos amarillenta, pero lo mas extraño era su forma, que a veces parecía perderse y otras crecía repentinamente hasta asustarnos.
En esos días que llevábamos observándola, notamos que nada tenía que ver con el clima o el horario del día; la mancha, no guardaba relación alguna con nada ni nadie.

-¿En que pensás?- Preguntó Espe, mientras Juan, tocándose la barbilla se sentó muy cerca frente a la pared y a media voz dijo…
-¿No oyen?


continuará...

1 comentario:

gerardo diego dijo...

Este comienzo ya te deja con las ganas...